Como cada lunes entró al taller
literario, listo para poder disfrutar de esas dos horas donde sentía que su creatividad
se liberaba. También como cada lunes se sentó en uno de los extremos del salón.
Esa decisión no tenía una explicación aparente, pero había tomado la costumbre
de sentarse por la misma zona clase tras clase, y nunca había considerado
romper con la rutina. Para hoy tenían que leer “Asterix, el encargado”, de
Fabián Casas, cuento que le había resultado muy entretenido, especialmente el
entrelazado de historias que realizaba el autor, como un laberinto de ideas que
avanzaban sin llegar a ninguna salida. Sin embargo no era la lectura asignada
su parte favorita de los encuentros, sino el momento en que iban leyendo uno a
uno las producciones individuales. Disfrutaba de igual manera escuchando lo que
sus compañeros habían escrito como leyendo lo propio. Esto último implicaba una
caricia para su ego, normalmente desinflado y poco alimentado. Ese lunes el
profesor le pidió a Juana que empiece. Ella era una de esas chicas a las que
uno no les da una segunda mirada, que la primera vez que la conoce la encasilla
en la misma categoría que a las amigas, hermanas o primas lejanas, sin tomarse
el tiempo de volver a catalogarla quizás más adelante. Y lo mismo pasaba con
sus textos, si bien él no se consideraba un crítico literario ni mucho menos,
los cuentos de Juana le resultaban “bien”, ni fu ni fa. Pero un poco por
respeto, otro poco por rutina, se dispuso a escuchar atentamente el cuento que
ella estaba por leerles.
“Todo
sucedió sin que siquiera lo planearan.”, comenzó la clara y monótona voz.
La frase le resultó familiar, quizás había alguna similar al inició de uno de los
tantos libros que llevaba leídos en su vida. “Gustavo y Sofía se conocieron por obra del destino, sin saber que el
destino lo habían construido ellos”. ¿Otra frase familiar? No podía ser, no
recordaba ningún texto ajeno cuyos protagonistas se llamaran así, pero de algún
lado conocía aquellas líneas. En su pupitre tenía una carpeta con todos sus
escritos hasta el momento y tratando de no llamar la atención del resto empezó
a revolver entre las hojas, quizás ahí encontraría la respuesta. “Él se despertó esa mañana con la extraña
sensación…”.
- Momento. – Pensó – No puede ser, ¿eso
no lo escribí yo anoche?
Siguió buscando entre sus papeles, pero
no encontró el texto al que, estaba seguro, pertenecían esas líneas. Llegado
este punto, ya no podía disimular su contrariedad, oía las palabras salir de la
boca de Juana, pero en lugar de escucharla a ella, resonaba en su cabeza su
propia voz, reviviendo el mismo momento en que había escrito el texto. Aunque,
¿lo había escrito él, o estaba alucinando? Levantó la vista, la pasó a lo largo
del aula y vio en la cara de sus compañeros como se maravillaban de la
historia, la fascinación con la que seguían el relato, los gestos ante cada
vuelta del argumento. Y mientras tanto Juana seguía leyendo con su voz
monocorde y precisa, sin ningún tipo de entonación, lo mismo que si leyera un
salmo en la misa. Era un insulto que lo leyera con esa falta de cadencia, era
un texto que a él le despertaba tantas emociones, que le parecía tan vivo, que
merecía ser cantado, más que leído. El cuento estaba inspirado en un suceso
real, o para ser más precisos, en una historia propia que no fue, en una de
esas relaciones que empiezan como si fuesen a ser para toda la vida y terminan
como si acá no hubiese pasado nada. Sin embargo, en el cuento, se había
encargado de que sus protagonistas tuvieran una chance de ser felices, de tener
ese final que él no pudo.
Nuestro ultrajado autor se devanaba el
cerebro tratando de entender lo que pasaba, recordaba cada palabra con
exactitud, no podía ser un error, pero ¿cómo había llegado esta mujer a conocer
un texto escrito apenas una noche atrás? ¿Y cómo se atrevía a leerlo como
propio? Ninguna de las respuestas que se planteaba tenían sentido, sin embargo
esto le estaba pasando realmente, a él, que el único pecado que había cometido
fue el de creerse, cada lunes, mejor que Juana. Es que, admitámoslo, nunca fue
mejor que nadie en nada, y esas dos horas de supremacía intelectual le
producían una satisfacción suficiente para no sentirse mínimo el resto de la
semana. Y sin embargo esa noche la gloria le estaba siendo arrebatada y no
sabía cómo detener la caída. Si gritaba en ese momento “¡Ladrona!”, todos iban
a creer que estaba loco, porque en definitiva quien tenía el texto en las manos
era ella, a él solo le quedaba el recuerdo de su creación, no más. Fue
entonces, mientras decidía qué hacer, que la paranoia se apoderó de su mente.
Si esto lo había escrito anoche, en la soledad de su cuarto, ahí donde nadie
entra porque no hay nadie para dejar entrar, ¿cómo había llegado a manos de
Juana? La única explicación es que ella lo estuviera espiando, acechando,
quizás fuera una de esas maniáticas que salen en las series policiales de moda,
que persiguen a alguien en cada uno de sus movimientos, para finalmente
asesinarlo en la oscuridad.
El sonido de las palabras llegó desde
algún lugar del aula a su cerebro, que intentó conectarse con la realidad al
captar que el cuento iba llegando a su fin. Palabra por palabra se iba formando
el último párrafo, y al momento del punto final levantó la vista hacia Juana. Y
ahí estaba ella, con la mirada clavada en la suya, esperándolo. Entonces la
escuchó, una voz resonaba dentro de su cabeza, como si fuera parte de sus propios
pensamientos y se fue adueñando de cada rincón de su conciencia. No lograba
identificar las palabras, eran como murmullos, siseos, sonidos inconexos, pero
estaba seguro de que era una voz y no podía sacarla de su cabeza. Mientras
tanto la mirada desde el otro lado de la habitación lo tenía preso, en ella
pudo ver todos sus miedos concentrados, desde el cuco escondido debajo de la
cama, hasta el miedo a la muerte, pasando por algún auto pasando un semáforo en
rojo y una mujer dejándolo. La mirada lo paralizaba, lo observaba sonriendo de
forma maligna y peligrosa. Cuando creía que ese momento lo iba a dejar clavado
en su asiento para siempre, pudo
entender, fuerte y precioso, lo que la voz clara y monótona de Juana le decía:
“Por fin sos mío”.
LadyEowyn que buen cuento! Me gustó mucho aunque el final un poco macabro me asustó un poco.
ResponderEliminarFelicitaciones!
Gracias Miriam! Después tengo que subir otro que tengo por ahí, gracias siempre por el apoyo :)
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