29 de noviembre de 2013

Las voces en su cabeza



Como cada lunes entró al taller literario, listo para poder disfrutar de esas dos horas donde sentía que su creatividad se liberaba. También como cada lunes se sentó en uno de los extremos del salón. Esa decisión no tenía una explicación aparente, pero había tomado la costumbre de sentarse por la misma zona clase tras clase, y nunca había considerado romper con la rutina. Para hoy tenían que leer “Asterix, el encargado”, de Fabián Casas, cuento que le había resultado muy entretenido, especialmente el entrelazado de historias que realizaba el autor, como un laberinto de ideas que avanzaban sin llegar a ninguna salida. Sin embargo no era la lectura asignada su parte favorita de los encuentros, sino el momento en que iban leyendo uno a uno las producciones individuales. Disfrutaba de igual manera escuchando lo que sus compañeros habían escrito como leyendo lo propio. Esto último implicaba una caricia para su ego, normalmente desinflado y poco alimentado. Ese lunes el profesor le pidió a Juana que empiece. Ella era una de esas chicas a las que uno no les da una segunda mirada, que la primera vez que la conoce la encasilla en la misma categoría que a las amigas, hermanas o primas lejanas, sin tomarse el tiempo de volver a catalogarla quizás más adelante. Y lo mismo pasaba con sus textos, si bien él no se consideraba un crítico literario ni mucho menos, los cuentos de Juana le resultaban “bien”, ni fu ni fa. Pero un poco por respeto, otro poco por rutina, se dispuso a escuchar atentamente el cuento que ella estaba por leerles.
Todo sucedió sin que siquiera lo planearan.”, comenzó la clara y monótona voz. La frase le resultó familiar, quizás había alguna similar al inició de uno de los tantos libros que llevaba leídos en su vida. “Gustavo y Sofía se conocieron por obra del destino, sin saber que el destino lo habían construido ellos”. ¿Otra frase familiar? No podía ser, no recordaba ningún texto ajeno cuyos protagonistas se llamaran así, pero de algún lado conocía aquellas líneas. En su pupitre tenía una carpeta con todos sus escritos hasta el momento y tratando de no llamar la atención del resto empezó a revolver entre las hojas, quizás ahí encontraría la respuesta. “Él se despertó esa mañana con la extraña sensación…”.
- Momento. – Pensó – No puede ser, ¿eso no lo escribí yo anoche?
Siguió buscando entre sus papeles, pero no encontró el texto al que, estaba seguro, pertenecían esas líneas. Llegado este punto, ya no podía disimular su contrariedad, oía las palabras salir de la boca de Juana, pero en lugar de escucharla a ella, resonaba en su cabeza su propia voz, reviviendo el mismo momento en que había escrito el texto. Aunque, ¿lo había escrito él, o estaba alucinando? Levantó la vista, la pasó a lo largo del aula y vio en la cara de sus compañeros como se maravillaban de la historia, la fascinación con la que seguían el relato, los gestos ante cada vuelta del argumento. Y mientras tanto Juana seguía leyendo con su voz monocorde y precisa, sin ningún tipo de entonación, lo mismo que si leyera un salmo en la misa. Era un insulto que lo leyera con esa falta de cadencia, era un texto que a él le despertaba tantas emociones, que le parecía tan vivo, que merecía ser cantado, más que leído. El cuento estaba inspirado en un suceso real, o para ser más precisos, en una historia propia que no fue, en una de esas relaciones que empiezan como si fuesen a ser para toda la vida y terminan como si acá no hubiese pasado nada. Sin embargo, en el cuento, se había encargado de que sus protagonistas tuvieran una chance de ser felices, de tener ese final que él no pudo.
Nuestro ultrajado autor se devanaba el cerebro tratando de entender lo que pasaba, recordaba cada palabra con exactitud, no podía ser un error, pero ¿cómo había llegado esta mujer a conocer un texto escrito apenas una noche atrás? ¿Y cómo se atrevía a leerlo como propio? Ninguna de las respuestas que se planteaba tenían sentido, sin embargo esto le estaba pasando realmente, a él, que el único pecado que había cometido fue el de creerse, cada lunes, mejor que Juana. Es que, admitámoslo, nunca fue mejor que nadie en nada, y esas dos horas de supremacía intelectual le producían una satisfacción suficiente para no sentirse mínimo el resto de la semana. Y sin embargo esa noche la gloria le estaba siendo arrebatada y no sabía cómo detener la caída. Si gritaba en ese momento “¡Ladrona!”, todos iban a creer que estaba loco, porque en definitiva quien tenía el texto en las manos era ella, a él solo le quedaba el recuerdo de su creación, no más. Fue entonces, mientras decidía qué hacer, que la paranoia se apoderó de su mente. Si esto lo había escrito anoche, en la soledad de su cuarto, ahí donde nadie entra porque no hay nadie para dejar entrar, ¿cómo había llegado a manos de Juana? La única explicación es que ella lo estuviera espiando, acechando, quizás fuera una de esas maniáticas que salen en las series policiales de moda, que persiguen a alguien en cada uno de sus movimientos, para finalmente asesinarlo en la oscuridad.
El sonido de las palabras llegó desde algún lugar del aula a su cerebro, que intentó conectarse con la realidad al captar que el cuento iba llegando a su fin. Palabra por palabra se iba formando el último párrafo, y al momento del punto final levantó la vista hacia Juana. Y ahí estaba ella, con la mirada clavada en la suya, esperándolo. Entonces la escuchó, una voz resonaba dentro de su cabeza, como si fuera parte de sus propios pensamientos y se fue adueñando de cada rincón de su conciencia. No lograba identificar las palabras, eran como murmullos, siseos, sonidos inconexos, pero estaba seguro de que era una voz y no podía sacarla de su cabeza. Mientras tanto la mirada desde el otro lado de la habitación lo tenía preso, en ella pudo ver todos sus miedos concentrados, desde el cuco escondido debajo de la cama, hasta el miedo a la muerte, pasando por algún auto pasando un semáforo en rojo y una mujer dejándolo. La mirada lo paralizaba, lo observaba sonriendo de forma maligna y peligrosa. Cuando creía que ese momento lo iba a dejar clavado en su asiento para siempre,  pudo entender, fuerte y precioso, lo que la voz clara y monótona de Juana le decía: “Por fin sos mío”.