9 de agosto de 2009

El misterioso caso de Styles

Primer novela policial de la reina del suspenso, Agatha Christie.

Los primeros párrafos me recordaron a Estudio en Escarla, de Conan Doyle. Tal como pasa con Watson, Hasting es un militar retirado por cuestiones de salud, y apenas vuelto de la guerra se encuentra con un amigo de la juventud que da el pie para el inicio de la historia.
Obviamente, de ahí en más, ambas historias difieren muchísimo. Principalmente porque Poirot y Holmes tiene métodos totalmente diferentes, aunque ambos le deben el éxito a las "pequeñas células grises".

Pero bueno, no era de ellos de quienes quería escribir, sino sobre esta novela.
A esta altura de mi vida, acierto al asesino en el 50% por ciento de los casos (si, solo la mitad de las veces, y eso es lo que me gusta de Agatha: por más que la lea y lea, siempre va a tener algo para sorprenderme) y esta vez no logr Aunque n{e hacerlo. y tampoco logré ni cerca darme cuenta de cómo se había realizado el asesinato. Hasta el último momento creí estar segura de quién era el asesino, y en el último capítulo ¡zaz! Agatha nos da vuelta todo y nos vuelve a sorprender.


Resumiendo: El misterios caso de Styles trata sobre una familia liderada por una madrastra, buena pero tacaña, algunos hijos con deudas y varios amigos. Trata sobre saber que alguien en la casa es el asesino pero no saber quien, sobre un envenenamiento, sobre dejarse llevar por el instinto, y sobre no dar nada por seguro (no gente, ya sabemos todos que eso de que en las novelas de detectives el asesino siempre es el mayordomo es una gran mentira).

Para ser una primer novela, un misterio lo suficientemente difícil de descubrir como para atrapar al lector. Por suerte siempre tenemos a "papá Poirot" para recordarnos lo tonto que somos.

4 de agosto de 2009

Insipirada por un viento cálido del norte

El amor te da la energía para tirar cualquier barrera abajo, la fuerza para despertarte el día más nublado del año y saber donde está ubicado el sol atrás de tantas nubes negras, mirar por la ventana y sentir su calor en el rostro.
El amor (realmente amor, cuando solo le querés decir a la otra persona "te amo") se da con el tiempo y el conocimiento.
Muchas veces confundimos un crash con amor.
Pero el verdadero amor llega con el tiempo, cuando más allá de esos primeros momentos, lo pasas bien con la otra persona, sentís que querés estar con él no importa lo que pase, que lo añoras cada momento que no están juntos.
Muchos ven la punta de ese iceberg que se presenta antes ellos, brillante y hermosa, y apurados se sumergen en las frías aguas, como dejándose llevar por un espejismo.
El verdadero amor es mirar esa punta, disfrutar la vista, conocerla en todos sus ángulos y sumergirse despacio, sintiendo el agua en cada una de nuestras células. Recorrer toda la superficie de la enorme roca, encontrar los puntos en que nos parece hermosa y aquellos puntos que no nos gustan, pero que forman parte de ese gran hielo y colaboran con su majestuosidad.
Conocer a la otra persona nos hace amarlo. Conocer cada pliegue de su piel, cada tick que mueve su cuerpo. Saber cómo toma el café en el desayuno. Reconocer su punto débil y cuidárselo en lugar de atacarlo. Que te mire y te diga exactamente qué pensás. Que se acomode para dormir de manera que vos estés cómodo. Que te llame en el momento menos esperado para decirte las palabras justas. O que te llame en el momento más esperado y así y todo lo convierta en algo nuevo.
Porque el conocimiento da la posibilidad de elegir, y no hay nada más hermoso que el que te elijan y ser elegido.
Porque el conocerse te acerca a la otra persona creando una complementación que solo el tiempo la da.
Eso es para mí el verdadero amor.

Córdoba '09

3 de agosto de 2009

Un pequeño ensayo de un grande

A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras. Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global. La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: "Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso? Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa. En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una? Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.

Gabriel García Márquez

Tomado de La Jornada, México, 8 de abril de 1997