20 de agosto de 2012

Cartas que nunca se escriben

Miran al cielo y piden un deseo, cuál sea éste, no importa de qué se trata, solo lo que importa es poder pedir eso que deseamos, que anhelamos, que tenemos en el fondo de nuestro pecho acurrucado, oprimiendo por salir, generando calor dentro del cuerpo, arremolinando ideas.
¿Las estrellas nos escucharán? ¿Oirán aquello que ni siquiera decimos en voz alta? ¿Aquello que a veces nosotros mismos no nos admitimos o directamente no logramos reconocer?
Pedir un deseo, hacer palabras, promulgar en oraciones aquello que más deseamos, lo más profundo de nuestro ser, eso que nos mueve y nos genera combustible.
Entre el dolor de identificar nuestro deseo sin poder completarlo, y el que se siente cuando no se puede ni nombrarlo ¿qué será peor? ¿Hay algo que valdrá la pena correr ese riesgo?
A veces los miedos son más fuertes que cualquier posibilidad de felicidad, o ni siquiera eso, cualquier posibilidad de expiación, de ventana al alma, de escape, de fuga. A veces los miedos son más identificables que los deseos y por eso es más fácil seguirlos, porque están, son tangibles, los vemos y podemos medirlos y a sus consecuencias. En cambio el deseo es algo efímero, es fugaz, informe, imposible de sostener, de pesar, de identificar siquiera.
Cuando dicen que hay que dejar caer las estructuras y aferrarse al deseo, suena tan poéticamente lindo, y sin embargo tan imposible como los sueños mismos.
Porque los sueños sueños son, porque los deseos existen dentro mio solo para contárselos a las estrellas, entregárselos a ellas para que guarden el secreto incluso de mí misma.

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